La llamada Industria 4.0 no es ya un horizonte futuro, sino una realidad que redefine la base material de la producción industrial y de los servicios avanzados. Su despliegue, sin embargo, está tensionado por una combinación de factores que desbordan el marco tecnológico: la irrupción de la inteligencia artificial (IA), el consumo energético y la crisis de recursos, las disrupciones geopolíticas que fragmentan las cadenas de valor y los nuevos modelos de organización del trabajo y de la empresa. En conjunto, estas cuatro variables están reconfigurando la manera en que producimos, aprendemos y trabajamos, y también la forma en que concebimos el progreso y la productividad.
La inteligencia artificial: nuevo paradigma del conocimiento industrial y un reto para la gestión energética
La IA actúa como el núcleo vertebrador de la Industria 4.0. No solo automatiza procesos o sustituye tareas humanas repetitivas, sino que introduce un salto cualitativo en la forma de generar conocimiento operativo. Los sistemas inteligentes pueden ahora diseñar, prever, optimizar y decidir. Esta nueva capacidad redefine los límites entre el trabajo humano y el trabajo algorítmico, y abre interrogantes sobre la formación, la responsabilidad y el sentido del oficio.
Según la OCDE (2024), el 27 % de los empleos industriales en Europa ya integran herramientas de inteligencia artificial o aprendizaje automático, y un 45 % de las empresas prevé hacerlo antes de 2030. Sin embargo, solo un 38 % de la fuerza laboral dispone de competencias suficientes para trabajar con estas tecnologías, lo que genera una brecha estructural que amenaza con profundizar las desigualdades en el mercado laboral.
La figura del súper especialista —un profesional altamente capacitado en un ámbito técnico muy concreto— gana peso en este nuevo ecosistema. Pero su emergencia también conlleva un riesgo: la pérdida de una visión global, transversal y artesanal del proceso productivo. Las empresas que concentran su saber hacer en hiperespecialistas tienden a fragmentar su capacidad de innovación sistémica, debilitando el aprendizaje colectivo que durante décadas fue el motor de la productividad industrial. Como advertía Vaclav Smil, “la complejidad técnica sin comprensión integral conduce a una ilusión de progreso”. La IA exige, por tanto, una cultura industrial capaz de integrar la máquina y el pensamiento humano en una misma lógica de sentido.
La transición energética es un componente esencial del nuevo modelo industrial. La crisis climática y las tensiones en los mercados energéticos —agravadas por la guerra en Ucrania, los conflictos en Oriente Medio y la volatilidad del gas— han puesto de manifiesto la necesidad de un poli-sistema energético, diverso y resiliente. No podemos depender de una única fuente ni de una sola tecnología: la descarbonización exige combinar electricidad renovable, hidrógeno verde, biometano, biogases y, en algunos casos, tecnologías de captura y almacenamiento de carbono (CCUS).
Según la Comisión Europea (Energy Futures Report 2024), la demanda eléctrica industrial crecerá un 30 % en Europa entre 2024 y 2035, impulsada por la digitalización y la automatización. El reto será cubrir ese aumento sin incrementar las emisiones ni los costes. Ser “firme defensor de las renovables” implica también reconocer su complejidad. El sistema energético del futuro no será lineal ni homogéneo, sino híbrido y territorialmente diferenciado.
Esto implica cambios profundos en la organización de la producción industrial en el que las nuevas cadenas de suministro locales, relocalización parcial de actividades, digitalización intensiva para gestionar redes distribuidas y, sobre todo, nuevas profesiones requieren una nueva mirada. Técnicos en biogás, operadores de parques fotovoltaicos, ingenieros de mantenimiento eólico o gestores de datos energéticos: la transición energética no es solo tecnológica, sino laboral y cultural.
La globalización industrial ha entrado en una fase de fragmentación. La pandemia, la guerra en Ucrania, las tensiones entre Estados Unidos y China, la inflación de materias primas y la carrera por los minerales críticos han alterado profundamente el mapa productivo mundial. La lógica de las supply chains globales está siendo sustituida por la del friend-shoring, la relocalización y la soberanía tecnológica. Europa —y España en particular— se ven obligadas a repensar su modelo productivo bajo parámetros de autonomía estratégica y seguridad industrial.
Este nuevo contexto redefine la idea misma de competitividad. Ya no se trata solo de costes o eficiencia, sino de capacidad para garantizar suministros, diversificar riesgos y mantener un control sobre las tecnologías clave como son los chips, baterías, hidrógeno, almacenamiento o inteligencia artificial. La Industria 4.0 debe ser, por tanto, una industria segura, sostenible y geopolíticamente consciente. Y eso exige inversión pública, cooperación interterritorial y políticas industriales activas que no hemos visto en décadas.
Nuevos modelos de organización industrial y cultural del trabajo
El salto tecnológico no es solo una cuestión de máquinas: es, sobre todo, una cuestión de cultura. Las formas tradicionales de trabajo —basadas en la jerarquía, la repetición y la especialización rígida— están siendo sustituidas por modelos más horizontales, colaborativos y digitalizados. Sin embargo, la transición cultural es lenta. Gran parte de la fuerza de trabajo actual carece de las competencias digitales y cognitivas que exige la Industria 4.0, y muchos trabajadores —especialmente los más mayores o los procedentes de sectores tradicionales— sienten una desorientación profunda frente a los nuevos entornos laborales.
El desafío no es solo formativo, sino identitario. La desaparición de oficios, la automatización y la fragmentación del trabajo remoto erosionan los vínculos colectivos que daban sentido a la experiencia laboral. Por eso, la nueva cultura del trabajo debe recuperar el valor de lo humano en el proceso productivo como representan la creatividad, juicio, adaptabilidad, cooperación. La educación técnica y la formación profesional deben reconfigurarse para generar no solo especialistas, sino personas capaces de pensar sistémicamente en entornos complejos.
Europa —y España en particular— afrontan un problema estructural derivado del envejecimiento poblacional y la escasez de mano de obra cualificada. La sustitución demográfica está siendo cubierta en buena medida por población migrante, pero el nivel de cualificación y adaptación cultural de estos nuevos trabajadores no siempre coincide con las necesidades de la industria avanzada. A ello se suma la desafección de muchos jóvenes autóctonos ante las profesiones industriales, vistas todavía como poco atractivas o carentes de prestigio social.
El reto consiste en articular una nueva política de formación y empleo industrial que integre a ambas realidades: jóvenes nativos y jóvenes de origen migrante. Formar para la industria del futuro no puede limitarse a enseñar el uso de máquinas o software; debe incluir competencias críticas, lingüísticas y tecnológicas que permitan moverse con soltura en un entorno globalizado. La inmigración no es un problema y deber ser una oportunidad, a tenor de la realidad demográfica, para regenerar el tejido productivo si se acompaña de políticas educativas inclusivas y de un proyecto de país que valore la producción y el conocimiento técnico.
El riesgo del tecno-feudalismo y la necesidad de soberanía industrial
En este contexto emerge un debate crucial sobre el poder y la dependencia tecnológica. El economista Yanis Varoufakis advierte que el capitalismo digital ha mutado hacia un tecno-feudalismo, donde grandes plataformas concentran el control sobre los datos, la infraestructura y la información, ejerciendo un dominio casi soberano sobre la economía real. Del mismo modo, autores como Byung-Chul Han o Evgeny Morozov alertan de un “nuevo cesarismo tecnológico” que somete la democracia al dictado de algoritmos opacos.
La política industrial europea no puede ser ajena a esta deriva. Necesitamos soberanía tecnológica, ética en la IA y un modelo de gobernanza que impida la subordinación de las decisiones industriales al poder de unas pocas corporaciones digitales. La autonomía estratégica no es solo energética o militar: es también cognitiva y tecnológica.
El debate sobre la Industria 4.0 no puede reducirse a una cuestión tecnológica. Se trata de un proyecto económico con fuerte componente de modelo social, en el que confluyen la inteligencia artificial, la transición energética, la reorganización del trabajo y las tensiones geopolíticas, sumadas a una mirada desde el territorio y sus necesidades y contradicciones y sin perder de vista la necesidad de garantizar la cohesión social, es fundamental. La integración de estos vectores determinará el tipo de sociedad industrial que construiremos en las próximas décadas en que tenemos la oportunidad de permitir un modelo centrado en una industria excluyente, concentrada y dependiente, o una industria abierta, democrática, sostenible y cohesionada social y territorialmente.
Para lograrlo, Europa necesita una nueva cultura industrial, consciente de su huella energética, de su impacto social y de su papel estratégico en el mundo. La digitalización no es neutral; la energía no es infinita; el trabajo no es una variable secundaria. Todo está interconectado. La Industria 4.0 debe ser, al mismo tiempo, una Industria Humana 4.0, capaz de combinar inteligencia tecnológica con justicia social y responsabilidad ecológica.
Fuente: Hector Santcovsky, Catalunya Plural